547 días fundida. Crónica personal sobre la enfermedad mental del Burnout

547 días fundida

Publicado el 30 mayo,2023 Por: Margarita

Desconozco el momento exacto en el que el Burnout o síndrome del cerebro fundido me hizo suya como el felino que mastica a su presa y la devuelve escupiendo huesos; pero lo que hizo conmigo esta enfermedad mental, drenó toda la energía que debía tener a mis entonces 39 años y hubo días y quince meses donde me sentía agotada incluso estando acostada viendo series de televisión.

Un día cualquiera, pensemos un lunes, salí de la ducha para mi rutina maternal; peinar a mis dos hijos, ponerlos guapos para ir al colegio, preparar su loncheras, darles un licuado rápido para que no se fueran con el estómago vacío y manejar diez minutos hasta dejarlos en la puerta de la escuela. Pero esa mañana mi cuerpo parecía no despertar todavía, no respondía, tenía las manos entumecidas, me hormigueaban y lo único que alcancé a decirle a mi esposo con absoluto desgano fue, ‘no puedo llevarlos a la escuela, estoy agotada’.

Me pesaba la vida.

‘Estoy agotada’ se convirtió en mi muletilla verbal y dejé de ponerme shampoo en la cabeza porque era realmente agotador. Ya ni hablar de cocinar, subir las escaleras, sacar al perro a pasear, dar clases a mis estudiantes universitarios, escribir, poner o quitarme la pijama.

Le atribuí todo a la maternidad. ¿Qué mamá no vive cansada de la crianza? Y de los grupos de WhatsApp de las otras mamás del colegio y sus trescientas notificaciones diarias, más las tareas domésticas y la joda de querer ser mamá y profesionista a la vez. Pero después del cansancio llegó la angustia y en eso la maternidad no tenía que ver.

Ahora no solo era una mamá con la cabeza sucia y de caminar lento, era también incapaz de hacer lo que hacía habitualmente; no pude manejar más mi auto. Simplemente me daba angustia pisar el acelerador y hay voy de nuevo a pedirle apoyo a mi esposo porque estoy agotada y tengo miedo, que maneje él.

Llegué a diciembre suplicando que alguien cercano viniera a poner mi árbol de navidad, el mismo que todos los años anteriores al Burnout adorné con moños, lazos y esferas mientras cantaba villancicos. Nadie vino y recuerdo verme secar las lágrimas a escondidas de mis hijos de siete y nueve años mientras el árbol se me venía encima, como la vida en el año 2021.

Antes de ir al médico vinieron las escenas del infierno que me hicieron correr al médico.

Ahora me irritaba el ruido, la luz y la música. Me fastidiaba tanto el sonido de la licuadora, como el sonido del agua al vaciar el baño. Me molestaba también el corretear de mis hijos, sus risas y pleitos entre hermanos. Me convertí en una mamá tóxica que gritaba en casa reclamando silencio.

El Burnout me estaba arrancando todo lo que antes era mi dosis diaria de dopamina. Mi outfit con trenzas y peinados quedaron en el olvido. Medio soportaba la pijama y quien me viera podría creer que era yo una señora en situación de calle con gafas; no me las podía quitar porque hasta en la noche un foco prendido me incomodaba.

Dormir fue otro placer del que dejé de disfrutar. Pasando las once de la noche, el corazón amenazaba con salirse de su lugar, me apretaba el pecho como si tuviera una piedra encima y la cabeza era una maraña de pensamientos sin fin. El insomnio era mi cárcel.

Otros días me sentí estúpida e incapaz. Un estudiante universitario me pidió que le explicara algo y debía grabar una nota de audio a través de mi teléfono celular pero no pude. No supe hilar una frase coherente, cantinfleaba y como decía una cosa decía otra.

Y lo notaba. Me veía frágil, lenta, abotargada, imprecisa, confusa.

Una mañana cualquiera, mi suegra me habló por teléfono y dejó conmigo un recado para mi esposo y tampoco pude; tenía el nombre de ella en la punta de la lengua y no supe pronunciarlo. No pude hablar fluido y en silencio me quedé atrapada en la confusión de mi cerebro fundido.

Me aislé por vergüenza. Mi círculo cercano comenzó a cansarse de mis quejas permanentes, me miraban como la reina del melodrama. Dejé de responderle las llamadas a mi mamá, a mis amigas. Me autocensuré.

Año pandémico y depresivo el 2021. Mientras los pensamientos suicidas hacían lo propio en mi cabeza herida, 8,432 personas sí lo hicieron, se quitaron la vida y el Inegi los registraba en sus gráficas de barras.

La cereza de mi crisis mental llegó por la escritura, mi vocación. Mi editor me pide una historia sobre las autodefensas de Colombia, mi país natal y mis primeros párrafos parecen escritos por un niño ruso de cinco años. Escribía sin sentido, sin sintaxis, sin coherencia, como si tuviera que escribir mi propio nombre y en vez de poner Margarita Solano Abadía, texteara: “aguacate, por un, chale”.

Ese día renuncié al trabajo que me hacía feliz.

*

Tienes Burnout

“Hay heridas que nunca se muestran en el cuerpo, que son más dolorosas que cualquiera que sangre”, una frase que se le atribuye a la escritora Laurell K. Hamilton. Así llegué con la doctora Tapia especialista en psiquiatría a su consultorio en Querétaro; herida y rota.

Para entonces ya había tenido pensamientos suicidas y metía la cabeza al agua fría con regularidad creyendo que el baño atemperaba mi cerebro fundido. Contemplé rendirme. Mis hijos dejaron de contar conmigo y recurrían a papá todo el día, dejaron de buscarme. Había perdido el habla, la escritura y a quienes amé se alejaron cansados de repetir el lugar común “échale ganas”.

La doctora Tapia me recibió y dice que lucía “desmotivada, desesperanzada y desesperada, con descuidos personales algo notables” y creo que se vio generosa con su respuesta. En realidad yo llegué en pijama, con lentes oscuros, abatida.

Llevaba impreso los exámenes de química sanguínea, mi perfil tiroideo, el resultado de una prueba de orina y aunque no era la más saludable, mi enfermedad no era física sino mental.

Me esmeré mucho para poder hilar las frases correctas para que la doctora Tapia entendiera por lo que estaba pasando.

Yo era la risa,

el llanto,

la carcajada,

la ansiosa,

la depresiva suicida esa tarde.

La doctora Tapia en cambio, se veía como la mujer a la que podía confesarle incluso lo agotador que era lavarme la cabeza. Cabello lacio, negro, -ella sí se lo lavaba- pantalón oscuro, camisa a cuadros, inexpresiva, tecleaba mis frases inexactas en su computadora y cada tanto soltaba un “ajá”, “ajá”, “ajá” como diciendo “lo entiendo”, “te entiendo”, “lo estoy entendiendo”.

Había pasado más de una hora de consulta y entonces noté que los más de sesenta minutos era yo recitando un monólogo teatral. Me dio pena y callé. Era mi desesperación a toda prisa, mi grito de auxilio porque llevaba meses sintiéndome como si gritara dentro de un auto con los vidrios polarizados arriba. Entonces la doctora Tapia imprimió unas hojas, las sacudió sobre la mesa y dijo muy seria: “Tienes Burnout”.

Y así como yo tenía la cabeza fundida, México es de los países con mayor prevalencia del síndrome de burnout, superando a China y Estados Unidos. Patricia Lozano Luviano, consultora en desarrollo humano, afirma que una parte importante de empleados en el mundo se encuentran más agotados que nunca.

En México el 75% de los trabajadores sufren fatiga por estrés laboral y más del 40% de quienes realizan labores de escritorio se sienten exhaustos, detalla la revista Global en su nota informativa “Alarmantes cifras de estrés laboral” publicada en abril de 2023.

— ¿Me voy a morir? Le pregunté al instante, nunca había escuchado tal enfermedad.

“No, no te vas a morir Margarita pero tienes que llevar un tratamiento psiquiátrico por año y medio aproximadamente” respondió mi primera doctora en salud mental.

Me paré del asiento confortable y corrí a abrazar a la doctora Tapia. ¡Yo sabía que esa no era yo!, que algo estaba mal, que no podía ser que escribiendo durante quince años no escribiera, que amando a mis hijos los dañara con mis gritos, que no era normal sentir miedo de manejar, que la cama no podía ser mi rutina; todo eso le dije a la doctora en ese abrazo.

Ella me mostró un cerebro humano en una fotografía y fue explicándome la enfermedad mental que tenía. Aunque la traducción literal del Burnout es “síndrome del quemado”, la doctora Tapia dice que se puede definir más bien como un síndrome de desgaste profesional que está relacionado principalmente con el trabajo.

Contribuye a fundirnos tareas y actividades extralaborales exigentes y ciertos rasgos de personalidad como el perfeccionismo que abonan para llevar un estilo de vida estresante.

Me vi entonces obsesionada por limpiar los tres pisos de mi casa a diario. Acomodando mi armario con la ropa por colores y cambiando de lugar la sala y el comedor porque siempre hay una manera de mejorar su posición.

Reflexioné sobre mi vida académica y laboral. Básicamente llevaba veinte años atiborrándome de cursos, diplomados, talleres, maestrías y he tenido hasta cinco trabajos al mismo tiempo desde los 17 años.

Había sometido mi cuerpo y mi cerebro a trabajar forzado, era víctima de mi propio invento.

Los síntomas de mi enfermedad van desde lo físico hasta lo emocional, describe la doctora Tapia. Los primeros incluyen dolor de cabeza o de espalda, trastornos del sueño, náuseas, tensión muscular y cansancio. Desde el punto de vista emocional, “las personas se sienten irritables, tensas y desmotivadas”. También pueden sentirse indiferentes, mostrarse cínicas, con poco contacto social y las personas afectadas pueden perder la confianza en su trabajo, sentirse improductivas, sobrecargadas.

Mientras escuchaba cómo el síndrome del cerebro fundido me había pasado por encima, reconocí el cinismo con el que le contaba a la doctora Tapia lo agotador de lavarme la cabeza y no paraba de reirme.

Aunque el burnout no me iba a matar sí podía haberme muerto. Con la doctora Tapia y la imagen del cerebro humano en mi nariz, comprendí que aunque la enfermedad no es una causa de muerte directamente sí lo es otras patologías asociadas al cerebro fundido como la depresión que sí mata “o la falta de cuidados personales que conllevan a más riesgo de enfermedades metabólicas que pueden afectar la salud física en diferentes grados”, detalla la especialista.

Al pagar los mil y tantos pesos mexicanos por la consulta, me convertí en una trabajadora mexicana privilegiada. Atender la salud mental es un lujo sólo para el 10% de los trabajadores en México de acuerdo a la firma AfforHealth.

Los datos del Barómetro de la salud mental de los trabajadores en México realizado por AfforHealth y publicado por El Economista el 19 de abril de 2023, reflejan que el 34% de la fuerza laboral padece algún trastorno mental como resultado de las condiciones en las que trabaja.

*

El último Escitalopram

Salí del consultorio de la doctora Tapia contenta pero preocupada. Sentí una bocanada de aire fresco teniendo un diagnóstico certero pero en mi cabeza retumbaban los 17 meses de tratamiento donde tenía que parar con todas las presiones laborales para sanar.

Yo era una hormiga esclavista que desconocía la palabra “alto”.

Recién mudados a una ciudad distinta a la Ciudad de México donde hicimos nido por doce años, mi familia y yo habíamos dejado la capital mexicana para cumplir el sueño de una casa propia en un lugar menos agresivo para vivir. Mi esposo buscaba opciones de empleo en la nueva ciudad y la única fuente de ingresos en la familia tenía burnout.

Terminé el semestre en la universidad arañando las paredes, terminé en línea mi tercera maestría con serias dificultades en mi comunicación oral para poder sustentar mi trabajo final, terminé de escribir un libro económico por encargo con ayuda de mi esposo y terminé aceptando que tenía que parar o las dosis diarias de escitalopram que me recetó la doctora Tapia, por sí solas no lograrían curarme ni en año y medio ni nunca.

El escitalopram es una pastillita pequeñita pero su poder es mayúsculo. Pertenece a una clase de antidepresivos llamados inhibidores selectivos que se utilizan para que el cerebro vuelva a tener serotonina. Y la serotonina me recordó mi falta de apetito sexual, mi temperatura corporal siempre de extremo a extremo; o siempre acalorada o arropada con cobija de lana en pleno verano.

Las pastillitas milagrosas cuyo nombre parece decir “para excitarte el pan” -risa loca- se ocupan para tratar los trastornos de ansiedad, la preocupación excesiva y la depresión. Debía tomar una todas las noches, por 17 meses, antes de dormir.

Obviaré las escenas de los siguientes meses con el refri vacío y los ahorros familiares mermados con consultas mensuales de mil y tantos pesos con la doctora Tapia y me centraré en la salida de la cueva del infierno.

Pelear diario contra el burnout se convirtió en mi rutinay casi siempre era él quien me noqueaba, salía victorioso. Abrí la Biblia, sentí paz. Aproveché para hacer las paces con mi papá ausente, me reenamoré profundamente de mi esposo, extrañé horrores la academia, me convertí en una mujer holística que meditaba en la mañana, oraba en la tarde y recaía en la noche.

Con la cabeza perdida extravié dos veces mi INE, el pasaporte, la tarjeta del banco y a diario me preguntaba dónde estaba el celular. Mi cuarto título profesional bien podría titular “Maestra en trámites burocráticos”.

Hasta que un día de enero de 2023 dije fuerte en la sala: “Alexa pon música tropical” y salí a cantar y a bailar “La bachata” de Manuel Turizo entaconada, de labios rojos, con la cabeza limpia, muy peinada y sin lentes oscuros. Mis hijos me siguieron el paso. Aventé la última caja de escitalopram con gozo a la basura y le dije al burnout “órale cabrón, ahora sí te gané yo”.

Poco a poco se me fue reorganizando la vida y la salud mental. En abril del 2023 sonó mi teléfono celular. Me contaron que la periodista que ocupó mi vacante cuando tuve que parar de escribir, se había ido y mi lugar de trabajo nunca se fue, ahí estaba, me esperó.

Hoy estoy sana pero estuve 547 días fundida y la doctora Tapia con la seriedad que la caracteriza, dice que puedo volver a recaer. Por eso es importante establecer límites claros en el trabajo, adoptar hábitos saludables como tener horarios regulares de comidas y realizar ejercicio. Pero sobre todo, siempre, siempre, prevenir el síndrome del desgaste profesional como un proceso continuo.

En casa regresó la mamá que prepara loncheras y soporta los gritos de los niños al jugar, regresó la periodista que agarra el volante de su camioneta y el de su salud mental. Y si el felino del burnout quiere volver a quitarme la felicidad de vivir, le digo con determinación que no lo pienso permitir, nunca más. 

Publicado el 30 mayo,2023 Por: Margarita

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