Cuando un ángel se va

Publicado el 9 mayo,2016 Por: Editor

A las once de la noche, nueve horas después de la muerte de su hija, Diana Guzmán entró al quirófano. Desde que le dieron la noticia,  una y otra vez ha pedido que le practiquen una cesárea: se siente incapaz de atravesar la labor de parto, las inyecciones de oxitocina… el esfuerzo por expulsar un cuerpo que le han obligado a mantener en su interior desde las primeras horas de la tarde.

Ella sabe que al final no escuchará el llanto de Paula. No, piensa…

— Yo no puedo hacer este trabajo.

La anestesia no la protege del dolor. Mientras cierra los ojos y aprieta los dientes en un intento por olvidarse del filo del bisturí, se despide de su hija. Cuando Paula sale del útero, la enfermera le pregunta a Diana si quiere verla. Pese a que no lo ha pensado, su respuesta es inmediata:

—Sí, por supuesto.

Le da un beso en el cachete y otro en la frente mientras le cierran la herida de la cesárea. No vuelve a ver el cuerpo. Se encontrará con los restos de Paula al día siguiente, cuando al llegar a casa, preparado por su familia, verá la urna de cenizas entre un ramo de rosas y una veladora.

En el Hospital General de Zona de Los Venados, en la Ciudad de México, le entregan una copia del certificado de muerte que únicamente señala: feto femenino.

Una copia, sin original; un documento con las causas del fallecimiento, con número de folio ―una cifra enorme― tecleado a máquina, sin las huellas de las manos o de los pies de Paula. Sin nombre: sólo dice que se trata de un «feto femenino».

Cuando trasladan a Diana al área de recuperación, llora por primera vez:

“Ya no tenía una panza, estaba vacía, completamente vacía, y sola. En el área de recuperación lloré toda la noche. No es imposible. Lloré toda la noche hasta el amanecer».

Hablo con una enfermera del IMSS, Lluvia Tadeo, y me cuenta el procedimiento habitual en caso de pérdidas intrauterinas. Los padres y el bebé no se quedan solos en el cuarto; después de unos minutos, el personal médico se lleva el cuerpo. Los padres no se despiden de su hijo, no vuelven a verlo: por lo regular, el bebé es cremado por los familiares en los días siguientes, mientras la madre se recupera en el hospital».

Lluvia aplicó el procedimiento sin pensar hasta que el año pasado perdió a Luna a las diez semanas de gestación. A partir de entonces, las preguntas que se hacía mirando a esos padres adquirieron otro peso: ¿Cómo pueden llorar por algo tan pequeño, algo que ni siquiera han visto?

“No lloro con ellas, con las madres. No puedo ponerme a llorar con ellas. Las abrazo. Todo va a estar bien”, dice Lluvia. A ella nadie la abrazó el día de su pérdida:  su madre se fue a la casa a terminar el quehacer; su padre no preguntó nada y todavía no lo ha hecho.

A las pocas semanas su hermana se embarazó. La vida sigue. La muerte queda atrás.

Después del abrazo, Lluvia muestra el bebé a sus padres. Les da unos minutos para que se despidan. Como en el Instituto Mexicano del Seguro Social el material es escaso, no tiene otro remedio que envolver los cuerpos en un pañal o guardarlos en un frasco.

Sólo una vez ha visto a los padres cortar un mechón de cabello a su hijo.

Mientras que en otros países (Australia, Estados Unidos, Canadá) los servicios de salud están preparados para ayudar en el duelo, en México la experiencia de perder un hijo se hace más traumática debido al trato que por lo regular se les da a los padres el hospital.

En estos países, por ejemplo, se proporcionan cajas de recuerdos, huellas de la existencia del bebé: la ropita que llevaría puesta, las huellas de las manos o de los pies, una pulsera con la fecha de nacimiento, un mechón de cabello. Se les permite a los padres tomar fotografías al cuerpo de su hijo. Se instruye a los doctores para dar la noticia con claridad y explicar las razones de la muerte. Nadie dice, como sucedió en un hospital en Naucalpan, que «se trató de selección natural».

Cuando el dolor se hace más fuerte, cuando los padres europeos, australianos y canadienses salen a la calle y sólo ven mujeres embarazadas y niños corriendo, pueden acariciar estos objetos, mirar el rostro de su bebé, pensar en el amor antes que en la muerte.

Ellos no tienen necesidad de acudir al recuerdo de cómo les entregaron a su hijo envuelto en un pañal o al interior de un frasco.

Después de llorar toda la noche, Diana sigue su recuperación en otro cuarto. El piso está lleno de madres con sus hijos, amamantándolos.

—Por favor —piensa— que me toque una de las camas de los lados, la de la puerta o de la ventana, para cerrar mi cortina y no ver a nadie.

Le toca la cama de en medio. Viéndola llorar, la mujer de la cama vecina le cuenta que su hermano murió muy joven en un accidente de moto y que su madre se la pasaba llorando y no lo dejaba descansar.

—Deja descansar a tu hija —le dice a Diana su vecina de cama—deja de llorar.

Los bebés siguen muriendo en el vientre

Se calcula que entre el 15 % y el 25 % de lo embarazos no llegan a término; la mayoría de ellos (abortos espontáneos y voluntarios) ocurren antes de las doce semanas de gestación. De acuerdo con la revista médica The Lancet, a nivel mundial hubo 18.4 muertes intrauterinas (abortos en el tercer trimestre) por cada 1 000 nacimientos en 2015, comparado con las 24.7 muertes intrauterinas en 2000. Aunque las tasas de muerte intrauterina han descendido ligeramente, la media de la tasa de reducción anual de muertes intrauterinas (2%) ha decaído, con diferencia, más lentamente que las de mortalidad materna (3 %) y las de mortalidad post-neonatal de niños menores de 5 años (4.5 %).

¿Cómo pueden llorar por algo tan pequeño, por algo que ni siquiera han visto?, se preguntaba Lluvia. La muerte gestacional trae consigo otra pregunta: ¿Cuándo empieza la vida? La repuesta no puede darla un cura ni un científico ni un abogado. Esto no tiene nada que ver con ellos.

«Cuando sentí los primeros movimientos en el vientre», me ha contestado una madre. «Cuando pensé en un nombre para él», contestó otra. «Cuando empecé a sentir este vínculo, esta sensación de albergar vida».

Un sentimiento sin cuerpo: la muerte gestacional nos enfrenta a la angustia del vacío.

Quienes han perdido un hijo en el vientre regresan a casa a encontrar una cuna a la que no podrán dar ningún uso, unos juguetes con los que nadie jugará. Ellas producirán leche, que los doctores, sin preguntarles su opinión, cortarán con pastillas. La ropa pequeña se convertirá en el símbolo de una falta. Y esa falta se extenderá por mucho tiempo, en los cumpleaños, en las graduaciones, en todo aquello que les recuerde las posibilidades de un futuro trunco.

Un dolor que nunca cesa, que sólo se controla. «Es como la diabetes», me ha confesado una pareja.

Y a pesar de ello los demás preferimos cerrar los ojos, fingir que no es un problema.

“Se calcula que 4.2 millones de mujeres en el mundo viven con depresión asociada a una pérdida intrauterina previa”, asegura The Lancet. “Datos extraídos de un estudio indican que a los 30 días de la pérdida los padres pueden trabajar solo al 26 % de su productividad habitual, incrementándose hasta el 63 % a los seis meses de la pérdida.

Los enormes costes de la muerte intrauterina deben tenerse en cuenta cuando se considera si las intervenciones para su prevención son efectivas económicamente”.

“Pienso que es una obligación del Estado. Es un asunto de emergencia, es la vida y la muerte de las personas. No es un lujo”, dice Marián, quien perdió a su bebé a los ocho meses de gestación. El corazón de su hijo se detuvo antes de llegar al hospital. Los doctores, que no examinaron la placenta, no pudieron darle una explicación.

Unas semanas más tarde, Marián asistió a un hospital en Santa Fe para buscar un diagnóstico. Utilizando los ahorros para los primeros meses de su hijo, ella y su pareja pagaron las consultas (dos mil pesos cada una) y los exámenes (17 mil pesos, que en muchas ocasiones deben repetirse).

Los estudios genéticos revelaron que padecía trombofilia, una tendencia a coagular de más. Cerca de la fecha de parto, cuando la placenta empieza a coagular la sangre para evitar una hemorragia, el cuerpo se encarga de regular los vasos sanguíneos más densos, aquellos con la sangre coagulada, con el objetivo de que no se estanquen. El cuerpo de Marián fue incapaz de llevar a cabo esta operación. La placenta se había colapsado.

En el embarazo se consideran los antecedentes diabéticos o de hipertensión, pero padecimientos como la trombofilia no son tomados en cuenta debido al gasto que supone su diagnóstico. En el sistema de salud mexicano, los estudios genéticos se ordenan únicamente después de tres pérdidas. Tres certificados sin nombre, tres urnas en la sala, tres muertes sin respuesta.

La noche en que perdió a su bebé, Marián recibió la visita de una nutrióloga del hospital, quien le preguntó si tenía planes de amamantar a su hijo.

—Mi hijo está muerto —le contestó Marián.

Como si no hubiera oído nada, como si los bebés ya no murieran en el vientre, como si la vida empezara al salir del útero, la nutrióloga volvió a preguntar:

—¿Y piensa amamantarlo?

La muerte de un bebé en el vientre ―escribe Angels Claramunt en La cuna vacía― “es sangre, dolor, sexo y muerte. Es fracaso. Y nuestra sociedad teme, intenta escabullirse, mirar para otro lado para deshacerse de la carga que estos conceptos suponen”. Buscamos la pureza. Cualquier mancha ―y la sola mención de la muerte, para nosotros, supone una mácula indeleble― nos incomoda.

A Brenda y a Héctor, cuyo bebé murió en los momentos previos al parto, esta sensación los golpeó mientras esperaban en el crematorio:

“Sí, eres una persona, pero en cierta manera una persona apestada. Así como cuando en los tiempos atrás la gente tenía sarna. La gente empieza a guardar distancia. Por muchas cosas: por la ignorancia de no saber cómo tratarte, de no saber qué decir”.

Tres meses más tarde, buscando desahogo, hicieron una fiesta en la casa. Una noche de olvido, una noche sin dolor. Muchos de sus amigos no los habían visitado desde la muerte de Isaac. Durante la madrugada, Héctor se acercó a sus amigos y les preguntó si sabían de la pérdida de su hijo. Todos se habían enterado.

—¿Y por qué carajos no vienen a verme? —No hubo respuesta.

—Pues quiero decirles ―continuó Héctor después del silencio— que tengo dos hijos, uno vive, el otro se murió; Isaac está en mi corazón, pero no por eso estamos locos, no estamos apestados.

Sí sí sí.

Todos asintieron sin levantar la mirada. De nuevo el silencio hasta que uno de ellos, volviendo al tono festivo, les preguntó si querían otra cerveza.

“Un hombre se ahorca; su cadáver es impuro, pero también la cuerda que ha utilizado para ahorcarse, el árbol del que ha colgado esta cuerda, el suelo que rodea este árbol. La impureza disminuye a medida que nos alejamos del cadáver”, escribe René Girard en La violencia y lo sagrado.

Un bebé muere; «su cadáver es impuro», pero también los padres que han dado a luz a ese bebé, la ropa que estaba destinada a ese hijo, las lágrimas con las que se llora su ausencia. Si nos alejamos lo suficiente, si reducimos el espacio en el que transitarán con su duelo, la impureza, creemos, desaparecerá.

“Siento que pertenecemos a una subsociedad”, dice Éricka Ortiz, coordinadora de ECA, un grupo de apoyo para padres en duelo gestacional y perinatal organizado junto con Diana Guzmán y Mónica Díaz, quienes, como ella, también perdieron a sus hijos.

Érika empezó como voluntaria de Era en Abril, una fundación argentina: “Era padre porque hacíamos la reunión de contención al principio y llevábamos un montón de comida. Después era comer, reírnos, llorar. La pasábamos muy a gusto. Todo mundo cree que vamos a llorar, a cortarnos las venas, pero no es cierto”.

Un año y medio después, buscando formar una asociación mexicana, una de las chicas del grupo le pidió a su diseñadora gráfica, Ana, un logotipo: una mariposa azul y rosa, con el cuerpo formado por un lazo de duelo.

Ana diseñó el logotipo. Un mes después perdió a su bebé. Una semana más tarde se suicidó.

La mariposa de ECA está colgada a la entrada de las reuniones del grupo; detrás de ella, los bebés dejan de ser fetos, números de folio, y recuperan su nombre. “Una subsociedad”, dice Éricka: “los que no podemos hablar de nuestros hijos muertos porque parece contagioso, retrógrada, poco agradable; los que terminamos haciéndonos amigos y familia de quienes comparten esta experiencia; los que, aunque llenos de dolor, encontramos aquí miles de regalos y aprendizajes”.

***

Fuera del hospital, frente al parque de juegos, Diana pensó: “Jamás voy a verte ahí. Nunca”.

Fuera del hospital, Paula se encontraba en una urna y entre los números de un documento sin original que la llamaba «feto femenino».

Fuera del hospital, Diana durmió muchas noches deseando no volver a abrir los ojos.

Se siente feliz, ahora, de que no haya sido así.

Después de formarse como orientadora en psicoprofilaxis, ha acompañado a madres y a padres en el nacimiento de sus hijos. Los ha acompañado también en la muerte. Si ella hubiera muerto, piensa, nadie habría recordado a Paula.

Paula María: nacida el 28 de noviembre de 2013, hija de Diana y de Jorge, que vivió en la Ciudad de México y viajó por La Habana y por Cienfuegos, en Cuba.

Aunque Paula no ha asistido a ninguno de sus cumpleaños, Diana sabe que a su hija le gusta mucho el pastel.


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Fotografía de portada: Flor ♥ Flor por Eliana Nieves  Cc Licensed CC BY 2.0

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Publicado el 9 mayo,2016 Por: Editor

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